Sierra Grande de San Luis en El Durazno. Nevada 23 de Julio de 2.009
Esperando a Gabriel
Estoy en San Luis, esperando a mi compadre en la vereda de su casa, en el momento justo en que la tarde escapa. Aunque la noche persiste en demorar su llegada, porque la primavera aleja el horizonte para que el sol nos acompañe un rato más. Todo parece congelado en el tiempo. Todo parece quieto, como permitiéndome indagar en los porqué de cada ruido de los muchos que se entrelazan a lo lejos.
Se enredan los ladridos de los perros,
con los gritos de chicos
que andarán retozando en los baldíos...
Revienta la bocina de algún coche
mientras pasa una moto laburanta,
una Puma, quizá,
tosiendo un catarro de desgaste.
Va transcurriendo el aire lentamente
y desfilan olores a su paso:
los olores de leña de algún fuego...
(olorcito tan grato en el recuerdo
de los tantos fogones de campaña,
siempre asociado al vino y la comida..!)
Un aroma de pan recién horneado...
El olor de algún pino...
flores de paraíso...
Aparecen algunas estrellas y desde hace un rato se ve brillar a Júpiter, al despegarse de un salto sobre el filo de la Sierra Grande , nítidamente destacado del cielo. Se han encendido las luces de la calle, como dándole certificado de autenticidad a la noche, que pese a ello es renuente a instalarse del todo.
El ruido del rodar de una bicicleta se desgrana por la calle de ripio de la esquina. Hasta que es ahogado por el repiqueteo de los tacos de una señora apurada, con sus más de treinta años muy bien puestos y sus hijos de la mano: una doceañera que me mira escribir y le cuchichea algo y un nueveañero peinado a la gomina, duro y derechito, como con temor de que cualquier movimiento brusco le libere sus pelos de alambre, de la prisión de gomina.
Pasa una abuela con la bolsa de los mandados medio llena, justo cuando Gabriel llega y pongo punto final a este entretenimiento de observar y de gastar lápices y papeles contando lo que observo y siento.
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